CONTEMPLANDO LAS ESTRELLAS DESDE LA ORILLA DEL MAR
Uno de marzo del dos mil. Hacía tiempo que mi abuela había sido hospitalizada, y la verdad es que su estado de salud no tenía buen pronóstico. Sin embargo, uno nunca está preparado para despedirse para siempre de la persona a la que más quiere. Siempre nos acogemos al mínimo resquicio de esperanza, por ínfimo que sea, y rezamos para que el momento de decir adiós se retrase lo máximo posible. Mi abuela siempre había sido mi apoyo incondicional, mi paraguas en las noches de tormenta, un techo firme en el que cobijarme cuando el viento no soplaba de cara. A partir de aquel uno de marzo, me sentí como un desahuciado, a la intemperie, desnudo y sin nada con lo que abrigarme.
Dicen que el tiempo lo cura todo. Veinte años después, no hay un solo día en el que no tenga in mente sus abrazos, los momentos irrepetibles que vivimos juntos y aquel último consejo que me regaló in articulo mortis en aquella última velada en la habitación de la clínica, tras la cual tardó días y semanas en volver a salir el sol: “nunca te quedes con las ganas de hacer algo”. Y no me cabe la menor duda, la echaré de menos ad infinitum, por mucho que el paso del tiempo intente cicatrizar una herida que sigue abierta.
Ab illo tempore, yo era un niño frágil e inocente, y su fallecimiento me convirtió en un adulto prematuro. No fue fácil recomponerme de un mazazo tan duro, pero poco a poco tuve que ir construyendo mi propio refugio, siempre siguiendo la guía de la estrella que más brilla en el cielo, aunque siempre con esa sensación de vacío, como si la vida hubiera dejado de tener sentido. Y en un mar de dudas, en un mar de incertidumbre, en un mar de tristeza, apareció Mar, un océano de esperanza e ilusiones renovadas, una pequeña luz al final de un largo y oscuro túnel.
Mar es una rara avis, una persona única, excepcional, además de ser el non plus ultra de la belleza. Desde el primer momento en que la vi en la facultad de química supe que era ella, mi álter ego, y que no podía perderla. Ella fue el casus belli de la guerra entre mi corazón y la razón, y en estos casos, a la razón no le suele quedar más remedio que desarmarse, quitarse la armadura y enarbolar la bandera blanca. No había día que no pensara en ella, su singular belleza eclipsaba a cualquier otra cosa y su sonrisa convertía todo lo demás en trivial e innecesario.
Ir y quedarse, y con quedar partirse, partir sin alma, e ir con alma ajena. Mar era mi razón de ser, una pequeña flor en medio de un campo de desesperación y melancolía. Y sentía que tenía que decírselo, no podía quedarme con la miel en los labios, en la orilla del Mar, o me arrepentiría de por vida.
Fue un amor a primera vista, un flechazo que irrumpió con fuerza en mi corazón, y a medida que fui conociendo su forma de ser, el sentimiento fue in crescendo. Pensaba en poder vivir momentos únicos con ella, en compartir experiencias, en sentirme querido de nuevo. Quería volver a tener la confianza suficiente para explicar mis secretos, aquellos que desde el uno de marzo del dos mil, solo contaba al cielo.
Sabía que podía naufragar, pero como decía mi abuela, jamás podría reprocharme no haberme subido al barco e intentarlo. Si me decía que no, me sentiría devastado, porque de olas hay muchas, van y vienen sin cesar, pero de Mar, tan solo hay uno. No me quedaba más remedio: tenía que probar suerte. Me senté en el escritorio, cogí un bolígrafo y empecé a escribir un relato sincero, desde el corazón, para que supiera que se había convertido en una conditio sine qua non para retomar mi vida y volver a ser yo mismo.
Tardé menos de una hora en terminarlo. Fue fácil, tan solo tenía que escribir lo que el corazón me dictaba. Recuerdo que le puse por título 'Contemplando las estrellas desde la orilla del Mar', y creo recordar que la última frase decía algo así como 'Ulises estuvo navegando diez largos años para llegar a Ítaca y reencontrarse con Penélope; yo, sin embargo, quisiera no alcanzar nunca tierra firme y permanecer in aeternum en el Mar'.
Al día siguiente se lo di dentro de un sobre y le pedí que no lo abriera hasta llegar a casa. Asintió y, sin decir nada más, nos marchamos, cada uno por su lado. Alea iacta est, pensé. En poco tiempo sabría si, después de un largo invierno y una primavera en la que la esperanza había vuelto a florecer, tendría que seguir viendo el Mar desde la arena o si por fin podría remojarme, chapotear y nadar para desquitarme del calor de aquellos primeros días de un verano que iba a ser eterno.
Josep Lozano Martín
2n batxillerat humanístic